Con el tiempo pisando tus talones
y quemando el porvenir
en tu rostro lo soñado.
El equilibrio es una duna ardiente
empujada por los vientos de la historia
donde se hunden las pisadas,
los recuerdos de familia.
El equilibrio es un acorde,
el frágil filamento de una música que cuenta
la humildad de los orígenes,
el esfuerzo por sacar la boca y tomar aire.
Dicen que la tierra prometida
es azul y fresca como el agua,
que es posible levantarse con el miedo derrotado,
sin las sombras de la sangre
lamiéndole el cogote a la mañana.
Otros ya cruzaron el desierto
con su dios a las espaldas,
con profetas que encontraban
el camino entre las aguas
para huir de la opresión y de la guerra.
Pero los viejos dioses viven en el norte,
se han comprado un nuevo paraíso con domótica,
remojan sus cojones en Chanel y Moët & Chandom,
multiplican el caviar y le embadurnan
a las vírgenes los pechos
y están demasiado entretenidos
como para hacerle caso a un libro antiguo,
a un pueblo pobre, a un hombre solo.
Mientras se cuece y se derrama
la vida por tu rostro,
vislumbras gota a gota un tiempo acuoso
repleto de todo lo que sueñas cada noche:
la brisa que levanta el beso de tu madre,
la brisa que levanta la risa de tu hija,
la brisa que levanta el viento libre,
y entre brisa y risa, viento y beso,
parece aligerarse el peso de la sed,
el propio peso de la vida derramada.
Y así, cuando te acercas al alambre,
tras huir durante meses de tus propias huellas,
el miedo es un recuerdo que no duele,
hecho callo, hecho coraza.
El miedo impulsa tu coraje
y dignifica el desvarío
de la espalda achicharrada,
de los ojos secos,
de la memoria enferma de tristeza.
Es noche cerrada.
Estás encima del alambre.
Hueles el mar, hueles la brisa.
El equilibrio es una pierna ensangrentada,
piel hecha jirones,
la risa de la hija,
el viento libre.
Agarrado, entre dos mundos,
en el dolor y en el orgullo,
el beso de la madre.