El ala derecha. Cegador, 3
Mircea Cartarescu
(Traducción de Marian Ochoa de Eribe)
IMPEDIMENTA, 2022
533 PÁGS.
“Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. / Lo demás es memoria”. Así cierra Louise Glück el poema “Nostos”, recogido en Meadowlands. Se trataría de una visión de la infancia no como semilla u origen, sino como absoluto efímero, como totalidad perdida. Vivir no es avanzar hacia un futuro prometedor en el que encontraremos el éxito y la satisfacción de una vida, sino alejarse de un pasado, como hace el ángel de la Historia de Benjamin, que se ha perdido para siempre y en el que vimos, por primera y última vez, el verdadero mundo. A partir de ahí todo será rememorar porque todo estará perdido.
El ala derecha es la tercera entrega de la trilogía Cegador. Mircea, el protagonista de la historia, ha crecido, ya no es un niño, sino un joven que vive en 1989 los últimos coletazos de la dictadura de Ceausescu, las protestas de Timisoara y la revolución rumana: hambre, desesperación, crueldad, pero también esperanza. Cartarescu recurre a un narrador autoficcional capaz de hibridar ficción y realidad de una manera verdaderamente admirable, de ahí el perfecto encaje de lo histórico con episodios inolvidables como el de Herman (un hombre que tiene un feto en el cerebro), las galerías de monstruos, los cuerpos transparentes o los laberintos subterráneos, así como la existencia de esa cuarta dimensión y la posibilidad de evolución de la conciencia humana. Lejos de engañar al lector, de lo que se trata es de posibilitar un discurso efectivo, capaz de traducir lo intraducible. La memoria es expresión de una experiencia, ambas están unidas por el acto mismo de narrar lo vivido, y ese narrar es siempre recrear, puesto que la memoria se compone de alegorías, de metonimias, de tropos que hacen posible toda una semántica ramificada, inagotable, en un mundo, también, inagotable.
Como bien señaló Enzo Traverso en La historia desgarrada, las palabras nunca estarán a la altura de lo que designan, “ni en forma de narración realista ni con el registro de la transfiguración lírica. Sería en vano buscar en ellas un refugio o un consuelo, e ilusorio confiarles la tarea de una compresión definitiva”. Por ello solo podremos acercarnos a la realidad dolorosa o gozosa de nuestras vivencias mediante otros lenguajes, como el silencio, la ficción, la estética o la poética, puesto que, al insinuar o al sugerir, esos lenguajes posibilitan acceder a lo inescrutable e incomprensible de la experiencia, a lo que solo puede hacerse accesible de forma estética o simbólica. Es decir, solo el lenguaje simbólico es apto para comunicar lo que es incomunicable de por sí, el posible sentido de una experiencia humana. La palabra y la imaginación nos conducen, como tan bien ha puntualizado Mayka Lahoz en La trama de la memoria, al espacio del narrador como espacio mismo de la justicia benjaminiana: es justo aquel que recuerda, y esa rememoración tiene lugar a través de la narración, que se convierte de esta manera en facultad política, en lucha contra el olvido. Dar testimonio, así, para recuperar el lenguaje en su dimensión política y social. Si para Agamben toda palabra y todo relato nacen como testimonio, para Benjamin ese testimonio contiene dentro de sí mismo una ética, esto es, un tipo de saber subordinado siempre a la capacidad de recuerdo, pero también a la de escucha. A través de la metáfora, de la imagen, de los itinerarios oníricos de la imaginación, Cartarescu rememora y reconstruye un tiempo como palabra, como vivencia y experiencia. Verdad y ficción, historia y artificio fundidos en un relato imposible y luminoso repleto de sentidos.
(Publicado en la revista Quimera, n.º 470)