Cada tarde, mientras leo,
Sancho custodia mi tiempo
con el amor azabache
de sus ojos pequeños.
Cuando me pongo el café,
sube al puff y me contempla.
Su cobijo y su reposo,
su beso blanco sincero.
Echado entre mis piernas
me mira y su bostezo
me dice que no tema,
que nunca estaré solo
y no seré jamás abandonado.
Entonces lo acaricio
y, sosegado,
sigo, seguro, leyendo.