He vuelto a vivir en una gruta.
Juego en ella con el tiempo,
con la luz,
con la tristeza.
Hace siglos que llegué, cansado,
y encontré en su oscuridad
el alivio,
el perdón
y la condena.
He pintado mi vida en sus paredes,
he dejado la marca de mi alma ensangrentada
en una roca con forma de tormenta
y he plasmado las escenas del amor
con las uñas de una pena irreversible.
Aquí dormirá mi daño,
tranquilo en la quietud de la tiniebla.
La lluvia arrecia fuera.
No es preciso descubrir
ni el fuego ni el milagro
de una lengua primigenia.
Hay poco que decir.
He aprendido que el calor
es solo un espejismo de mi escarcha
y que todo lo que exprese mi alegría
danzará como un pétalo marchito
en la ceniza verde de una orquídea rosa.
Todo está aquí, en estas piedras,
en el eco de una historia
que arrasa y que libera,
que ensalza y que destruye.
Cuando quieran las deidades revelarse
no hallarán en mi conciencia
ni miedo ni oraciones ni deseo
de una vida más allá de esta que vivo.
Soy infierno y paraíso hecho de carne,
reproche y resquemor,
vida y muerte en las mañanas solitarias,
sol y sombras retorcidas en la boca
cada vez que digo yo,
cada vez que yo pronuncia un nombre
y se le escapa la palabra
hasta perderse en el océano.
Desde muy temprano escucho
el roce de la ola y la gaviota,
su sueño milenario
faenando en el salitre.
Acaso habrá un momento en el que encuentre
la ruta que me lleve hasta mi verbo,
allí donde podré reconocerme,
entre el ocaso del verano
y la inocencia de la infancia,
justo en una grieta en donde se diluya la vergüenza.
Mientras tanto, aguardo en esta gruta
la calma del levante,
un suave atardecer que entienda mis heridas,
que solo me consuele,
que no me juzgue más de lo que juzgan mis recuerdos.
El viento trae un rastro de belleza,
un olor, una dulzura muy lejana.
El mar, el mar, el mar.
Todo está aquí mismo, en estas piedras.
Tu rostro imaginado,
las voces de la escarcha
y la tristeza.