Yo elegí la soledad (el tiempo y la memoria)
escondida en el deshielo
y todo ese torrente de luces, de impresiones
que acaban empapando el día a día
y hacen de mi vida
un vuelo azul en el ocaso de los dioses.
Elegí el silencio, la distancia y la quietud
de la maleza entre las ruinas,
el pensamiento fricativo de los vientos en la hiedra,
la lucidez de la palabra muda
como sombra placentera de la voz del mundo.
Fueron llegando entonces los susurros,
la fragancia de la rosa o de la vida o del poema,
los rostros que dejé pasar y me contemplan
en la noche
como agujas acechando en la garganta,
las ciudades y sus cantos de sirenas,
el otoño, la querencia, el despertar
sin miedo al resbalón por la costumbre,
porque escogí la bruma transparente
que dibuja el pasadizo en los abismos,
el eco cristalino de los puentes
entre ayer y lo que quede de mañana,
la ínsula imposible entre mi cuerpo y mi palabra.
Así, con el sosiego que me da aceptar
el rumbo de mi tiempo sobre el tiempo,
de mi nombre entre los nombres,
de mi ser frente a la voz del mundo.