Siempre supimos esperar
la última canción de los veranos,
aquellas en las que la madrugada
paseaba con rebeca por el tiempo
y el mar iba apagando sus fervores
en la calma azul de los septiembres.
La luz se tuesta y oscurece
cualquier rincón de la mirada,
y año tras año, frente a frente,
las manos se entrelazan al otoño
y las músicas se pierden
en el vacío de los apartamentos,
en las terrazas lloradas por la ausencia
y el temporal de la felicidad herida.
Volverán, dices, los días
sin horas a la orilla de la cama,
pero las golondrinas serán otras,
igual que agosto en tu semblante,
cuando traiga tus besos
y escape con tus besos
para siempre,
o las olas rotas de mis dedos
en tu pecho ignoto y familiar,
conocido y olvidado
para siempre.
Perderemos la inocencia,
la edad recuperada,
la tersa piel de la quietud
y el viento de poniente.
Es la última canción,
el último paseo,
la última caricia del verano.
Siempre supimos esperar.
Aprenderemos.