Cuando caigas finalmente,
sabrás que no mentía aquella noche:
ni la ciudad, ni el cielo, ni el olvido
calman las miradas errantes.
Condenados estuvimos desde entonces
a correr veloces por los márgenes heridos
del tiempo miserable y egoísta,
a saltar distancias imposibles
entre tu nombre y el mío,
a esperar, cansados, una tregua del viento…