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Libros de Poesía

EL CANTO DE LAS BALLENAS

Mientras van de Fukushima

las aguas radioactivas hacia el mar,

algunas ballenas cantan

el himno milenario del océano.

Saben que su tiempo ha terminado

y lloran algas cargadas de memoria.

Cuando lleguen a la playa,

dormirán con dignidad

el sueño mineral de los vencidos,

la paz que da saber

que se hizo lo posible por cantar

en un mundo ensordecido por el hombre.

Las olas mecen, dignamente,

la tarde naufragada entre las rocas.

Solo el viento solitario

en el silencio de la orilla muerta.

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RESEÑAS

VIVIR/ESCRIBIR EN SOLEDAD

Diario de una soledad

May Sarton

(Traducción de Blanca Gago)

GALLO NEGRO, 214 PÁGS.

“Ahora empiezo a mostrar indicios de un regreso a mi yo más profundo, que durante mucho tiempo ha estado demasiado absorbido y maltrecho para funcionar. Ese yo me dice que estoy destinada a vivir sola y a escribir poemas para otros, poemas que rara vez han llegado a la persona a quien estaban dirigidos”. Así es como finaliza la última entrada de este diario de May Sarton, fechada el día 30 de septiembre de 1973, y escrito lo largo de todo un año. Sarton nació en Bélgica en 1912 pero su familia emigró cuando ella era muy pequeña a los Estados Unidos. Está considerada como una de las grandes escritoras del siglo XX estadounidense, no solo por la calidad y el volumen de su obra (hasta 1995, año de su muerte, había escrito más de cincuenta libros, entre poesía, narrativa y memorias), sino también por el abordaje decidido, tanto en sus libros como en artículos periodísticos, de temáticas como la sexualidad, el género y los derechos de la mujer.

            En esta ocasión que nos ocupa, la editorial Gallo Negro publica por primera vez en castellano Diario de una soledad. De entre todas las manifestaciones literarias recogidas bajo la etiqueta de   “escrituras del yo”, el diario es, posiblemente, el corazón de dichas escrituras, la más apegada al yo real del autor y, a la vez, la más alejada del proyecto literario, en tanto en cuanto está dirigido, en primera instancia, al propio sujeto que lo escribe y que se desdobla en autor y receptor al mismo tiempo, al menos hasta que el texto se publica y el receptor pasa a ser universal. Lo que trajo la escritura diarística es, como sostuvo Anna Caballé en su momento, una respuesta a ese yo encapsulado en un mundo de imitación y dependencia artística y moral. Ahora, en estos textos que se consolidan a plena luz del XIX como consecuencia de la invención romántica de la intimidad, el yo (su propia vida, su propia experiencia) se convierte en el centro del cosmos, del cual nacerán valores como el genio y la soledad.

            El diario de Sarton comparte las características propias del género, esto es, la fragmentariedad, el carácter cotidiano de las experiencias recogidas, la intención de inmediatez (eso que Blanchot llamó la “cláusula del calendario”), su forma abierta (que posibilita el acercamiento de cualquier tema) y su naturaleza subjetiva. Pero de entre todos los aspectos destacables, quizá sea el tratamiento del espacio uno de los más significativos. Espacios íntimos y espacios exteriores conviven a la perfección en un texto que se concibe como hogar de un yo que va hilando con el paso de los días el pensamiento con el paisaje, los cambios de ánimo con la muerte y renacimiento del jardín, las reflexiones sobre la poesía con la nostalgia de un tiempo pasado e irrecuperable, y así leemos que “[e]ntonces mi interior era igual que mi exterior; y aunque eso es a lo que aspiro, no logro apaciguar esta sensación de absurdo” o “[h]e regresado a mi soledad, a mi dicha, y estoy segura de que estos cielos radiantes tienen mucho que ver con ello, aunque el pequeño filo de hielo en el aire es también muy estimulante”. Es precisamente la quietud y el sosiego que encuentra en el retiro al que se obliga lo que le permitirá afirmar en las últimas páginas que ha logrado sobreponerse a sus problemas de salud: “Este diario empezó hace justo un año, cuando estaba sumida en la depresión y no dejaba de cuestionarme acerca de mis destructivos y peligrosos enfados, […] Desde entonces he hecho grandes esfuerzos para controlarme y, a veces, lo he conseguido”. Lo logra, además, gracias al propio proceso creativo, que protagoniza gran parte de las entradas de este diario y que da sentido a todo el discurrir subjetivo del yo: “Los placeres del poeta, tal y como he ido anotando, resulta que son la luz, la soledad, la naturaleza, el tiempo y el proceso creativo. Tras estos meses de depresión, de repente estoy llena de vida en todos esos ámbitos, y despierta”. No se lo pierdan.

(Revista Quimera, número 463-464)

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Cuento

LA CASITA DE LAS ARDILLAS

Cada vez que salía del psicólogo, Juan Carlos la llevaba a merendar a una pastelería francesa en la que se servían las mejores milhojas de crema de la ciudad. El hojaldre estaba fresco, crujiente, bien tostado, y la crema pastelera tenía el punto justo de azúcar, ni muy empalagosa ni demasiado insípida. Era el momento de la semana en el que Lucía parecía encontrarse mejor. La terapia iba dando nuevamente sus frutos, a pesar de la lentitud. Hay que ser pacientes, les había dicho el psicólogo. Habrá idas y venidas, como ahora. Es una herida muy profunda que seguirá sangrando durante mucho tiempo, pero con trabajo y tesón lo conseguiremos, ya verán. Tras el nacimiento, hacía ya cuatro años, de la pequeña Nuria, tan hermosa, tan frágil, tan desvalida, Lucía sintió como una losa el desafecto y los desagravios continuos que había sufrido por parte de su madre. Cómo puede una madre no amar a una cosa tan bella, pensaba al cogerla en brazos o darle de mamar. Cómo puede una mujer odiar a su propia hija. En sus oídos resonaba la voz de su madre, repitiendo lo mismo en incontables ocasiones: “Nadie te quiere, estúpida, y nadie te va a querer nunca”.

 Fue un año después de la llegada de su hija, recién pasada la Navidad, cuando Juan Carlos insistió en que buscaran ayuda. Llevaba acompañándola en su sufrimiento casi desde el momento en que se conocieron, consolándola un día sí y otro también. Lucía no era ni la primera ni la última hija maltratada por una madre. Había pasado demasiado tiempo y, aunque pensaron al casarse que juntos podrían superarlo, el problema no remitía. El doctor López de Miguel gozaba del prestigio suficiente para confiar en su criterio y ponerse enseguida en sus manos y en su voz expertas. El avance fue considerable y la mejora se dejó sentir en todos los aspectos de la vida de la pareja.

Cuando concluyó la que sería solo la primera etapa de su tratamiento, aproximadamente un año y medio después de acudir a la consulta, tanto Juan Carlos como ella pensaron que lo habían conseguido. Lucía estaba tranquila y serena. Las pesadillas habían cesado. Se sentía una mujer feliz, sin esa sombra que le presionara la mirada en sus peores días y, sin embargo, al cabo de un año empezó a sentir de nuevo no solo una tristeza familiar, que al menos sabía cómo podría enfrentar, sino también una inquietud que parecía estar devorándole el estómago y rasgándole la memoria con garras tan afiladas que apenas era capaz de ver.

Fue una noche en la que se despertó gritando cuando fue capaz de identificar el origen de lo que ya no era intranquilidad, sino terror puro y duro. Habían cenado una ensalada de endivias con tomates cherry y aceitunas negras, uno de los platos preferidos de Lucía, que aliñaba con una vinagreta de albahaca y manzana. Nuria, que acababa de cumplir los tres años, estaba dormida en el sofá, tapada con una manta que le había tejido su abuela paterna con suaves gamas de azules y blancos, rodeada de varios peluches con los que había estado jugando y hablando con su media lengua. 

–¿No comes más?

–Estoy un poco desganada y me está empezando a doler la cabeza.

–¿Te traigo un ibuprofeno?

–No, no, lo cojo yo misma. No tengo más ganas de comer. Me voy a la cama. ¿Acuestas tú a Nuria?

–Pues claro, venga, tómate la pastilla y acuéstate. Ya verás que mañana estás mejor.

            Juan Carlos dio un bote en la cama cuando la oyó gritar. Tranquila, tranquila, es una pesadilla, estoy aquí, tranquila, pero Lucía no podía parar de llorar. Temblaba y decía es ella, es ella, es ella. Había visto el rostro de su madre pegado al suyo, con la sonrisa macabra y la mirada descolocada, un ojo más abierto que el otro, y lamiéndose la comisura de los labios y repitiendo “algún día te mataré, algún día te mataré”. No era producto de su imaginación. Fue un episodio real que había permanecido sepultado durante toda la vida.

            Tras relatarle por teléfono lo sucedido, el doctor López de Miguel cambió citas y modificó agendas para atender enseguida a Lucía. La encontró descompuesta, aterrorizada, llorosa. No iba a ser suficiente con la terapia, así que habló con un colega psiquiatra para que, entre ambos, pudieran paliar el sufrimiento de la paciente. En principio era necesario que Lucía exteriorizara, relatara con detalle qué era lo que estaba atormentándola y que, estaba seguro, su mente de niña había bloqueado como mecanismo de defensa. Era de noche. Tendría unos siete años. Estaba jugando en el salón de su casa mientras su padre veía un documental de animales en la televisión. Todo estaba tranquilo hasta que se oyó un portazo. Lucía vio acercarse a su madre casi corriendo por un oscuro pasillo que se alargaba y parecía la gruta de una criatura diabólica con una mueca espantosa y sin quitarle los ojos de encima. Venía chillando, haciendo aspavientos violentos con los brazos y estuvo a punto de tirarse encima de la niña si su marido no la hubiera frenado a tiempo. A pesar de ser un hombre robusto, le costó trabajo reducir a su mujer. Quieta, quieta, le gritaba, mientras se oía el chillido de “te mataré, algún día te mataré, asquerosa, estúpida niña”. Una de las vecinas, a las que el padre de Lucía le había dado una llave, conocedor de los efectos que la enfermedad de su mujer podía tener, apareció enseguida alertada por los gritos. Llévate a la niña, Rosa, llévatela a tu casa hasta que esto se calme. Pero no se calmó, nunca más se volvió a calmar. Su padre llamó a la ambulancia siguiendo el protocolo que le había dado el psiquiatra y se llevaron a la madre al hospital. De allí pasó a vivir a un centro psiquiátrico hasta el final de sus días.

            Juan Carlos la observaba mientras se comían la milhojas y no podía evitar sentir una profunda compasión. Lucía estaba mejor, eso era evidente, pero el camino hasta llegar a este punto había sido muy complicado. Se había quedado muy delgada y su sonrisa se había descafeinado. Había sido un año especialmente difícil, además de que Nuria ya era capaz de notar que algo chirriaba en el ambiente. Lloraba por cualquier cosa y traducía esas malas vibraciones en nerviosismo, como suelen hacer muchos niños cuyos padres viven situaciones estresantes.

            En la misma pastelería en la que se encontraban había una tarta expuesta en una de las neveras con motivos en merengue de una de las películas preferidas de Nuria. Al día siguiente le celebrarían el cuarto cumpleaños y Lucía quiso comprarla. Estaba recién hecha, le aseguró la dependienta. Era un acierto seguro, dijo Juan Carlos, contento de ver a Lucía tan animada. Los cumpleaños de la niña siempre serían una fecha complicada. Coincidía su nacimiento con el fallecimiento de la madre de Lucía. Cuando rompió aguas, Juan Carlos acababa de ser informado por teléfono de que su suegra había entrado en coma. Ya con la niña en brazos, recién nacida, supo el fatal desenlace.

–¿Estás bien? – le preguntó Juan Carlos al subirse en el coche.

–Sí, cariño, me encuentro bien. Mucho mejor que el año pasado – y arrancaron rumbo a casa con la ilusión de la recuperación y el cumpleaños.

            Esa noche Lucía no durmió bien. Se despertó creyendo oír esas palabras terribles de su madre y, aunque volvió a quedarse dormida, no lo hizo de un tirón, sino interrumpidamente. Al día siguiente, amaneció un día precioso. Le habían comprado a Nuria una casita de juguete en la que vivía una familia de ardillas. No le faltaba un detalle. Las camitas, los sillones, la chimenea, incluso platitos y vasitos. Como era sábado, la llevaron juntos al parque infantil y la vieron correr y saltar con amiguitos del colegio que también estaban por allí. Valentina, la madre de Juan Carlos, había avisado de que llegaría un poco más tarde porque el tren en el que viajaba saldría con media hora de retraso, así que disponían de algo más de tiempo para el disfrute de la pequeña. Llegó cansada de tanto jugar, con la cara llena de churretes y el vestido para meterlo directamente en la lavadora. Mientras Lucía le daba un baño, Juan Carlos fue calentando la comida y poniendo la mesa.

–¿Puedo jugar un poquito con la casita y las ardillitas antes de comer? –le preguntó a su madre mientras la peinaba.

–Claro que sí. Así esperamos un poquito a la abuela Valentina, que está al llegar.

            Tenía un pelo rubio rizado precioso. Lucía la vio ir hacia su habitación y se sintió culpable. Ojalá no vuelva a ponerme tan mala, que la niña tenga una infancia bonita, y se fue con Juan Carlos a la cocina para terminar de prepararlo todo. Se miraron a los ojos. Tranquila, con el tiempo lograremos que su recuerdo ya no te haga daño. Vamos, tómate una copa de vino. Justo cuando brindaban, sonó el portero automático. Juan Carlos fue a abrir la puerta y Lucía a avisar a Nuria de la llegada de su abuela. Por el pasillo se oía la voz de la cumpleañera, aunque no se distinguían sus palabras. Qué maravillosa es la imaginación de los niños, pensó.  Pero al acercarse el mundo estalló en mil pedazos. Tumbada en el suelo, con la mamá ardilla en la mano, ponía una voz terrible que dirigía a la ardillita bebé, nadie te quiere, estúpida, y nadie te va a querer nunca. Lucía chilló y su copa cayó al suelo. Juan Carlos y su madre llegaron asustados, justo cuando Nuria, con la sonrisa macabra y la mirada descolocada, un ojo más abierto que el otro, y lamiéndose la comisura de los labios, giraba la cabeza, los miraba, ahora con una ardilla bebé en la mano, y repetía en voz alta: “algún día te mataré, algún día te mataré”.