El horizonte azul de la ciudad
ha curado mi grisura.
Ahora vivo del viento,
de las ramas de mi árbol genealógico,
de mi propia memoria
aún convaleciente.
El horizonte azul de la ciudad
ha curado mi grisura.
Ahora vivo del viento,
de las ramas de mi árbol genealógico,
de mi propia memoria
aún convaleciente.
Entrevista a Albert Einstein
Tirso Priscilo Vallecillos
(XII Premio de Poesía Federico Muelas)
TREA
120 PÁGS.
El nuevo libro de poemas de Tirso Priscilo Vallecillos se abre con una cita de Albert Einstein a propósito del círculo: “el círculo es la figura geométrica que mejor representa la naturaleza humana: con un centro equidistante, permite que todo fluya y, a la vez, que todo se comparta […] mi círculo está conformado por tres vértices en cada uno de los cuales domina una relación de pareja: el mundo y yo; la ciencia y yo; y la siempre compleja relación que mantengo conmigo mismo. Cada pareja representa una incógnita poliédrica y tan perfecta que jamás será resuelta: hablamos de la paradoja de lo soluble irresoluble”. Es decir, es la figura del círculo o la esfera la que mejor retrato realiza de la condición humana.
Como señaló Peter Sloterdijk en Esferas, la filosofía de la esfera nos recuerda ese mundo desaparecido de la vieja metafísica, un país encantado de certezas e inquietudes, consolador a la vez que angustioso. Para el filósofo la esfera no es un espacio neutro, sino uno animado y vivido, un receptáculo en el que el ser humano está inmerso. Sin esferas no habría vida. La clave del pensamiento que Sloterdijk desarrolla aquí es que en la comprensión de uno mismo y del mundo, eso que denominamos filosofía, no hay un centro neutral en el que ponerse de acuerdo. La unidad de la razón, del pensamiento, consiste, de esta forma, en la multiplicidad de sus voces.
Lo que apuntan tanto Einstein como Sloterdijk es que la perfección formal de la figura posibilita la fluidez, la contradicción y la multiplicidad en su interior, y ese es, precisamente, una de las claves para acercarse a la lectura de Entrevista a Albert Einstein.
En la primera parte, “Albert Einstein y el mundo”, el poeta echa mano de distintos personajes que comparten un discurso alejado de la grandilocuencia. Las distintas voces que hablan en estos textos se acercan a lo que Laura Scarano denomina la poética de lo menor, tan arraigada a lo cotidiano. El mundo, para Leila Slimani, está lleno de cicatrices. La literatura consiste precisamente en buscar en esas cicatrices, en los objetos triviales de la vida diaria, el recuerdo y el testimonio verdadero, vital. Estos poemas dejan sitio a la crítica del neoliberalismo, a la reivindicación de la voz propia como seña de identidad o al recuerdo inmarcesible de la madre. ¿Habrá mayor y mejor esfera que la maternidad?
La segunda parte, “La ciencia y Albert Einstein”, es un diálogo entre el yo y su interlocutor. Todos los textos giran en torno al amor, quizá la ciencia más demostrable para un sujeto que desea, que ama y que sufre. Lo erótico y lo carnal, como siempre en Vallecillos, se llena de matices, de ironía, de contradicción, de humor, de desengaño. Textos como “Ahí” o “El amor en los tiempos de Pompeya” conforman un discurso amoroso que no es sino otra pieza más del proyecto de escritura que el poeta lleva desarrollando desde hace años.
Finalmente, en “Albert frente a Albert” el yo se enfrenta a sí mismo, jugándose el todo por el todo en textos tan relevantes como “El hombre-naturaleza”, dedicado al recuerdo de un padre que ha ido pasando por diferentes etapas hasta convertirse en pura comprensión, en pura naturaleza. El ejercicio de rememoración continúa en otros poemas como “Ortigas” o “De sucedáneos y otros sustitutos”. En “Acantilados” estaría otra de las claves del libro. Bastan algunos versos para justificar lo que decimos: “Soy la grieta que avanza por su propio cuerpo / […] Me es imposible existir sin mi debilidad”
Slimani defiende que la escritura es la experiencia de un fracaso continuo, de una frustración insalvable, de una imposibilidad y, aun así, desde esa certeza, se sigue escribiendo, lo que recuerda aquello de Bolaños de que había que tener valor para escribir sabiendo previamente que uno va a ser derrotado. Eso es pelear, eso es la literatura. En sus manos tiene el lector el último combate, por ahora, de Tirso Priscilo Vallecillos.
(Revista Quimera, n.º 465)
Con el tiempo pisando tus talones
y quemando el porvenir
en tu rostro lo soñado.
El equilibrio es una duna ardiente
empujada por los vientos de la historia
donde se hunden las pisadas,
los recuerdos de familia.
El equilibrio es un acorde,
el frágil filamento de una música que cuenta
la humildad de los orígenes,
el esfuerzo por sacar la boca y tomar aire.
Dicen que la tierra prometida
es azul y fresca como el agua,
que es posible levantarse con el miedo derrotado,
sin las sombras de la sangre
lamiéndole el cogote a la mañana.
Otros ya cruzaron el desierto
con su dios a las espaldas,
con profetas que encontraban
el camino entre las aguas
para huir de la opresión y de la guerra.
Pero los viejos dioses viven en el norte,
se han comprado un nuevo paraíso con domótica,
remojan sus cojones en Chanel y Moët & Chandom,
multiplican el caviar y le embadurnan
a las vírgenes los pechos
y están demasiado entretenidos
como para hacerle caso a un libro antiguo,
a un pueblo pobre, a un hombre solo.
Mientras se cuece y se derrama
la vida por tu rostro,
vislumbras gota a gota un tiempo acuoso
repleto de todo lo que sueñas cada noche:
la brisa que levanta el beso de tu madre,
la brisa que levanta la risa de tu hija,
la brisa que levanta el viento libre,
y entre brisa y risa, viento y beso,
parece aligerarse el peso de la sed,
el propio peso de la vida derramada.
Y así, cuando te acercas al alambre,
tras huir durante meses de tus propias huellas,
el miedo es un recuerdo que no duele,
hecho callo, hecho coraza.
El miedo impulsa tu coraje
y dignifica el desvarío
de la espalda achicharrada,
de los ojos secos,
de la memoria enferma de tristeza.
Es noche cerrada.
Estás encima del alambre.
Hueles el mar, hueles la brisa.
El equilibrio es una pierna ensangrentada,
piel hecha jirones,
la risa de la hija,
el viento libre.
Agarrado, entre dos mundos,
en el dolor y en el orgullo,
el beso de la madre.