Resbalé,
como la gota en el cristal,
para yacer, sereno,
en el alféizar de tu significado.
Resbalé,
como la gota en el cristal,
para yacer, sereno,
en el alféizar de tu significado.
Iluminaste los rincones
de un lenguaje hecho de sombras.
Nació y lloró el pronombre.
Abrió, por fin, los ojos mi palabra
a la escritura irreductible de tu verbo.
Dije tantas cosas
cuando escribí tu nombre
que se impregnó mi mano
del aliento enfermo de la pérdida:
la soledad irremediable de mi vida,
la ausencia oscura
por donde se resbala
el tiempo malherido de mis ojos.
Si lograra unir
mi palabra al mar
y comprender
la voz de la tormenta;
mirar a la luz
y por fin saber
cuál fue mi nombre.
Sol de invierno
en las orillas solitarias.
Parece la luz el testamento
de un tiempo desahuciado.
Hay restos de la Historia
entre las rocas,
huellas perdidas
en la arena,
gaviotas mudas.
Llegar hasta aquí
y verlo todo
con esa claridad imperturbable.
Diáfana verdad la de esta forma
de vida que llamamos vida nuestra.
Tener, querer y producir
por encima de los ojos de los hombres.
Agotadas, las olas vienen a morir
al silencio de las playas en enero.
Frente a la cascada
lo soñado, lo esperado, la experiencia.
Todo se precipita en el vacío.
Se oye, en la caída,
un grito delirante,
la voz de la palabra
ya eco, ya perdida.
Y siempre resonando,
agonizante,
en la memoria.
Volver al mar,
a sus canciones,
a la luz anaranjada de mi vida.
Sin muros de ignorancia,
sin rejas en los ojos,
tan sólo quiero el cielo,
la brisa en mis cabellos,
la quietud y la cordura
de una tarde sin pizarra.
Volver al mar
sin tiza en las entrañas,
en busca de miradas,
de un silencio que me escuche.
De poesía.
De esperanza.
Bajo todas tus palabras
hay un código secreto.
Cuando escribes, todo el mundo
se reduce a la alternancia
todo/nada, cero/uno.
Cuando dices que me extrañas,
¿suman, restan o dividen
esas letras lo que sientes?
¿Hay espacio para amar
en mitad del algoritmo?
No dejas de mirar
la hoja cibernética del mundo.
Qué esperas, qué buscas, qué añoras.
Aguardas a que surjan las palabras
como si de agua milagrosa se tratara.
El tablet, el teléfono, el portátil,
te avisan de que estoy al otro lado,
lejano en lo cercano de tu mesa.
Faltó que nos habláramos entonces,
que ambos nos dijéramos la vida
viviendo cara a cara y cuerpo a cuerpo.
Ahora lo que escribes es ligero como el ruido,
excusas en el código binario del olvido,
metáforas de nuestra soledad,
del ansia de tener en la pantalla
aquello que perdimos con la lluvia,
con la edad, con el descuido.
Así tal vez sea menos doloroso
ir poco a poco disolviéndose,
dejando que el recuerdo se haga foto,
que se abrevien las palabras
y que estar no sea otra cosa que un perfil,
un estado ausente u ocupado,
un icono y una huella digital
de lo perdido una mañana de noviembre.
Escribo, luego existo
porque digo mi vida
y al decirla la construyo.
Porque sueño la vida
y al soñarla, la canto.
Y cantar es vivir
en la palabra iluminada.