Es el viento, decías, es el viento
quien conoce las orillas
de los años calcinados,
y dejabas la mirada perdida
en el horizonte de la tarde,
allí donde respira el porvenir
el aliento incorruptible de la muerte.
Es el viento, decías, es el viento
quien conoce las orillas
de los años calcinados,
y dejabas la mirada perdida
en el horizonte de la tarde,
allí donde respira el porvenir
el aliento incorruptible de la muerte.
Era la luz inalcanzable a mi regreso,
inalcanzable el pensamiento de las aves,
inalcanzable y nuevo
el color ayer turquesa de las olas.
La tierra, lejana desde el faro,
esconde cien murmullos,
la vida artificial de los vencidos,
el verdadero ocaso, la derrota desatada
en los despachos y en los amaneceres.
Sólo a las gaviotas se las oye desde aquí,
su reto constante a la grisura.
Son los pájaros del mar
los que conocen las verdades
de los buques malheridos,
el punto exacto en donde duermen
los recuerdos oxidados de aquel tiempo
en el que fuimos inmortales.
Hace cien años que te espero
para besar y reescribir
tu macondina piel norteafricana.
Te veo acercándote despacio
mecida por la brisa de levante,
los volantes alados de tu falda,
tus cabellos vivos, circulares,
abrazando al tiempo esquivo,
la mirada naranja de los amores maduros,
jugosos como el futuro a fuego lento.
Gritan la luz, el pensamiento, las gaviotas
cuando te ven llegar contra el olvido
cargada de salitre y de esperanza,
narrando con los ojos
la penuria de unos labios
cuarteados por la ausencia,
el cansancio de mañanas y de tardes
buscando entre mis libros la verdad,
y la alegría azul, oxigenada,
de quien se sabe a punto de alcanzar
lo inalcanzable.
La fundación de la ciudad
ya casi se ha olvidado.
Sólo algunos riscos temerarios,
algunas sirenas afónicas y viejas
de tanta canción y luna llena,
quizá la negra luz del mar,
recuerden el momento.
Barcos fondeados,
botes de infelices
cargados de armas y penurias,
pisadas que se hundían
en la orilla cenagosa
de una madrugada perdida.
Rompían la oscuridad
débiles antorchas, oscuras
como la soledad de las cavernas,
de las grutas y los pasadizos
de la fortaleza de cartón,
a punto de venirse abajo.
Ladraban los perros a las sombras
llegadas de la playa,
intuyendo la negrura del exilio
derramada en la mirada.
Qué oscuridad la de los cielos,
qué lejanía, qué condena.
Ya nadie recuerda los orígenes,
el sufrimiento de la piedra,
los pasillos helados de nostalgias heladas,
los niños moribundos.
Quedan mariposas amarillas
en las viejas canciones del otoño,
epidemias de insomnio, diluvios universales,
historias de amor entre fantasmas,
extrañas luces en alcobas,
sueños con colas de cochinos.
Hemos olvidado tantas cosas,
las palabras que fundaron las palabras,
los rostros del humo y la misericordia,
los gritos del amor y de la guerra.
El olvido es el futuro de la raza.
Vagar por los pantanos conocidos
con la luz de la ignorancia en las pupilas.
Entonces las murallas son hermosas,
la historia, tan sólo una materia;
las crónicas, papel amarillento
e inservible testigo de lo ignoto.
Hemos olvidado nuestro ayer,
las manos que surcaron los caminos,
las bocas que comieron de la tierra
lo poco que llegaba de los cielos.
Es esta la ciudad, tan bella hoy,
tan llena de colores, de perdones,
de banderas.
Los dioses bajan cada poco
a aprender de la mentira,
del sarcasmo, de la pose milenaria
del cobarde y el ladrón,
y vuelven a sus nubes henchidos de esperanza
mientras el hombre compra tiempo
y vende tiempo,
compra al hombre y vende al hombre.
Son las sirenas viejas y borrachas,
casi mudas de cantarle a los galápagos,
las que saben cómo fue
la fundación
y ríen escamosas y arrugadas,
sabias y vencidas:
Tan larga la noche, tan corta la vida…
Engulle la niebla lo que la luz olvida.
Cuando se ponga el sol
recordará la piel que en los castaños
quedó el tiempo dormido para siempre.
Éramos jóvenes.
Éramos el aroma de la vida.
A la sombra de un laurel,
bajo el tiempo inesperado de los ángeles,
oyendo el resquemor de lo perdido.
Un libro que señala los caminos.
Anotaciones en los márgenes.
Huellas, miradas y pestañas
convertidas en un solo de violín
más allá de todo ruido.
Llega el otoño con su mar de plata.
Huyen los veleros por miedo a los silencios
que se escuchan desde tierra.
No les enseñaron a estar solos.
Aquí, bajo un laurel,
vivo el tiempo ahorrado
que guardé bajo el colchón
por miedo a que la prisa lo vendiera.
Lejos de bullicios, solo con mi sombra,
buscando mi palabra en las palabras
y la vida en la quietud del firmamento.
Esta pena y este miedo son iguales
al terror y a la tristeza de hace siglos.
La alegría, el amor o la esperanza
ya fueron escritos en las piedras,
en el barro, en pergaminos.
Nada nuevo hay en el mundo
desde los primeros fundadores.
¿Cómo hicieron e inventaron?
¿Cómo dar un nombre y escribirlo?
Seguimos desde entonces repitiendo
los males, los aciertos, las palabras,
buscando el mismo sueño milenario,
la misma mismidad de la existencia.
¿Quién fue el primero en pronunciarla y cómo?
No hay nada original bajo este cielo,
ni texto ni pecado.
Los dioses, las ideas, los relatos,
los sueños de los niños,
el beso de la madre…
Sólo en el origen
se encuentra nuestra esencia,
en un lago perdido entre la bruma
o en cueva inaccesible.
Viento, lluvia, soledad.
El asombro de estar vivo y de saberlo.
No hemos dicho nada desde entonces.
Nos ciega la luz, la evidencia despiadada
de haber dejado ir
lo que jamás fue de ninguno.
La mañana pone en los balcones
un rastro de quietud y de victoria,
un poso de triunfo en los geranios.
A las diez la claridad es tan ligera,
tan ligeros los murmullos de los tilos,
tan efímera la vida.
Son la luz, la soledad, la ligereza,
palabras que designan lo perdido:
la dulce y ya añorada densidad
de tu cuerpo en la tiniebla.
Las cartas del Tarot sobre la mesa.
Sabes lo que me deparará el pasado.
Lee con calma lo perdido,
interpreta lo acabado.
Dime cuándo me morí.
Dime cuándo me olvidaron.
De un silencio a otro silencio,
desde esta soledad a un estar solo,
así son estas cartas que hoy escribo.
Busco la luz o las palabras
para encender el mundo,
hacer de lo lejano una morada,
un texto oxigenado y habitable.
Cómo decir la verdad
secuestrada por el ruido
sino con el silencio,
con el trabajo solitario de extracción
de un pensamiento primigenio.
Toda feliz primavera
es irrecuperable desde siempre.
Una ola, un cuerpo ardiendo,
un pasado en bicicleta
que se aleja
en una calle de acuarela.
Es mentira que nos salve la memoria
cuando se han perdido con los años
los caminos de regreso.
Tampoco resistió el amor
la naturaleza efímera del viento.
Vivir siempre es perder
como pierde un pincel
su gota de locura.