Suena el viento
en los cordeles.
Cruje de oscuridad el patio.
Silencio en las habitaciones.
Apenas recuerda ya su voz,
su piel, su abrazo.
La verdadera soledad
es una noche sin madre.
Suena el viento
en los cordeles.
Cruje de oscuridad el patio.
Silencio en las habitaciones.
Apenas recuerda ya su voz,
su piel, su abrazo.
La verdadera soledad
es una noche sin madre.
Hay una rosa en los atardeceres,
un pétalo en la luz de los amantes
heridos por espinas y palabras.
Una fragancia en cada boca,
el verbo ser de la belleza
y la caída de los párpados del beso.
Es comprender, entonces, que los cuerpos
escriben uno en otro su memoria,
el verso infatigable de la nada
en un rasguño de pureza.
El cielo apaga sus miserias con cuidado,
bajan al infierno los termómetros
y el tiempo toma aliento en la almohada.
Llueve un pétalo en la noche.
Es el amor,
el nombre exacto de las cosas.
Segunda a la derecha
y todo recto hasta el ayer.
Sólo así regresaremos al olvido
naranja de las llamas de cera,
al vaso opaco
en donde bebimos una vez las ansias
fantasiosas de vivir hacia delante.
Queríamos ser mayores en seguida,
llegar a un pacto con relojes sobornables,
recorrer en moto el infinito
sintiendo el viento inacabable,
la lujuria de ser jóvenes sin cascos,
sin miedo, sin crepúsculos.
Quién te ha visto
y quién me ve,
sacudiendo ahora las arrugas
en busca de una pizca de magia,
de unas alas de verdad,
las que tuvimos siempre y sólo vimos
cuando empezamos a sentir
el negro en la garganta,
esa pena escurridiza que cala
las pupilas, los muslos, la misma
taza de café donde mojamos
nuestro amor con mermelada.
Miramos hacia atrás
en busca de las huellas que dejamos
en columpios, en los parques,
en las camas que guardaron
el secreto de mi cuerpo
susurrado en tus mil cuerpos,
azul maravilloso siempre nuevo.
Segunda a la derecha
y todo recto hasta el ayer.
¿Estás lista? Piensa en algo bello.
Así volamos.
Así vivimos.
Yo también a ti.
Ya regresamos.
A mi abuelo lo mató un cáncer.
Se llevó con él
mi primigenia fantasía,
las canciones con pasteles en el campo,
las historias de la noche de Reyes.
Con ocho años cumplidos
la muerte no fue más que una palabra,
un “el abuelo ha muerto” de mi madre.
No lloré porque “el abuelo está en el cielo”
y volverá, pensaba, en unos días.
El cielo de los niños es de azúcar,
de alas de algodón, de nubes gordas.
Reparten chucherías por las calles,
el sol es de color azul,
la gente viste en manga corta
y ríe, saluda y da paseos.
Desde entonces he buscado la manera
de alcanzar ese lugar,
ese cielo que una vez estuvo arriba,
bien marcado con la cruz de los tesoros.
He caminado por la vida,
por los charcos de los álbumes de fotos
y la voz de los recuerdos,
mas sin suerte.
Con los años las palabras
se han cargado de dolor,
y la muerte, la distancia, las ausencias,
han levantado los tabiques
de esta casa sin jardín,
perdida para siempre en la nostalgia
de un abrazo,
de mis pecas,
de sus canas.
Nadie me obligó a quedarme.
Yo solo realicé el camino,
yo levanté esta vida con mis manos.
Volé con la ilusión
de un niño chico
en busca de tesoros escondidos.
Dejé familia, amigos y lenguajes
creyendo que las idas
llevaban los regresos bien cosidos,
que la edad no borraría
mis pisadas de acuarela.
Hoy,
desde esta isla, miro el viento
y apenas hallo un rastro conocido,
una pizca de otro soplo
helado que colgaba de los tilos,
de ese otro lugar jugoso,
fresco, blanco, hospitalario.
Hay tanta luz aquí, cielo excesivo,
tierra seca en la mirada,
sal marina en las heridas,
ecos constantes de la pérdida.
Ya no es posible alzar el vuelo,
el cuerpo olvida con arrugas
el mágico secreto de las hadas
y pesa el mundo demasiado.
Es esta roca, pues, mi vida.
Es esta roca mi abandono.
Hay un cielo sucio, emborronado,
a las seis de la mañana de este lunes.
Nunca, jamás podré volver a oír
el eco de tu cuerpo adormecido,
tibio, reposado entre las sábanas.
Ni el tiempo, ni otros cuerpos, ni otra copa
me han devuelto algún pedazo de tu sombra
a la que coser mis sueños y miserias,
mi miedo a las ventanas cerradas,
mi niñez disfrazada y desvalida.
Alguna vez…
Alguna vez la luz
se agarra al paladar de la memoria
y vuelo loco y desalmado hasta tu estrella,
al regusto algodonado de una nube,
de un cuento espolvoreado por los besos.
Alguna vez el frío
me lleva a tu escondite caldeado,
allí donde es posible ahora y siempre
un vaso muy caliente de esperanza
con galletas, caramelos y miradas.
Alguna vez…
Mi casa gris, emborronada,
con este amor longevo que no olvida,
se ha vuelto camarote de piratas,
rehén de una nostalgia espadachina,
café de agua de mar en taza rota.
Cuando el alba ya no es luz, sino palabra,
y el frío un latigazo sin refugio,
quedan solo cenizas en los marcos,
hadas disecadas en cajones.
Otro lunes sucio y condenado
al adverbio sin lugar ni tiempo.
Nunca jamás tu canto de sirena,
nunca jamás la magia.
Por no hacer mudanza en su costumbre.
Garcilaso de la Vega
Limpié de viento los estantes viudos
y los sueños que cayeron de la cama por descuido.
Guardé tu beso en siete cajas;
en otra, cinco años de trabajo.
Por último, un trozo de vida
entre El amor en los tiempos del cólera.
Cuando cierre la puerta,
las llaves girarán los años,
escribirá la mirada lo que fuimos
y quedará en el contendor azul de la nostalgia
la perdida costumbre de tu boca.
“Erradiquemos el hambre
para siempre del planeta”,
propuso entusiasmado el presidente.
Por mayoría absoluta
desapareció del diccionario la palabra.
Otra vez me detengo
delante de esta playa y del recuerdo:
las manos de mi madre,
mi cubo y mi rastrillo
y un sándwich de nocilla a media tarde.
Mi infancia hecha de sol y caracolas
y juegos de pelota y pilla-pillas.
El mar llegó, con el levante
y arrastró consigo los castillos…
Intento comprobar, desde la orilla
que “nada puede ser de otra manera,
la huella siempre muere con la espuma
y es así como vivimos”, nos decían.
Sonrío con las algas porque sé
que a pesar de la voz de sus gaviotas,
de rastros con verdades en oferta,
conservo alguna concha en los bolsillos
para escribir la vida a mi manera.