Frente a la cascada
lo soñado, lo esperado, la experiencia.
Todo se precipita en el vacío.
Se oye, en la caída,
un grito delirante,
la voz de la palabra
ya eco, ya perdida.
Y siempre resonando,
agonizante,
en la memoria.
Frente a la cascada
lo soñado, lo esperado, la experiencia.
Todo se precipita en el vacío.
Se oye, en la caída,
un grito delirante,
la voz de la palabra
ya eco, ya perdida.
Y siempre resonando,
agonizante,
en la memoria.
Volver al mar,
a sus canciones,
a la luz anaranjada de mi vida.
Sin muros de ignorancia,
sin rejas en los ojos,
tan sólo quiero el cielo,
la brisa en mis cabellos,
la quietud y la cordura
de una tarde sin pizarra.
Volver al mar
sin tiza en las entrañas,
en busca de miradas,
de un silencio que me escuche.
De poesía.
De esperanza.
Bajo todas tus palabras
hay un código secreto.
Cuando escribes, todo el mundo
se reduce a la alternancia
todo/nada, cero/uno.
Cuando dices que me extrañas,
¿suman, restan o dividen
esas letras lo que sientes?
¿Hay espacio para amar
en mitad del algoritmo?
No dejas de mirar
la hoja cibernética del mundo.
Qué esperas, qué buscas, qué añoras.
Aguardas a que surjan las palabras
como si de agua milagrosa se tratara.
El tablet, el teléfono, el portátil,
te avisan de que estoy al otro lado,
lejano en lo cercano de tu mesa.
Faltó que nos habláramos entonces,
que ambos nos dijéramos la vida
viviendo cara a cara y cuerpo a cuerpo.
Ahora lo que escribes es ligero como el ruido,
excusas en el código binario del olvido,
metáforas de nuestra soledad,
del ansia de tener en la pantalla
aquello que perdimos con la lluvia,
con la edad, con el descuido.
Así tal vez sea menos doloroso
ir poco a poco disolviéndose,
dejando que el recuerdo se haga foto,
que se abrevien las palabras
y que estar no sea otra cosa que un perfil,
un estado ausente u ocupado,
un icono y una huella digital
de lo perdido una mañana de noviembre.
Escribo, luego existo
porque digo mi vida
y al decirla la construyo.
Porque sueño la vida
y al soñarla, la canto.
Y cantar es vivir
en la palabra iluminada.
Crecimos al final
y, aunque mayores,
seguimos dejando abiertas las ventanas.
Quién sabe si una noche,
si en un sueño
aparecen las sombras de los besos
que dejamos volando sobre Neverland.
No.
No es magia,
tampoco fantasía.
Son recuerdos de la propia vida,
sencillamente,
con los que hemos aprendido a construir
lo que nos queda.
Suena el viento
en los cordeles.
Cruje de oscuridad el patio.
Silencio en las habitaciones.
Apenas recuerda ya su voz,
su piel, su abrazo.
La verdadera soledad
es una noche sin madre.
Hay una rosa en los atardeceres,
un pétalo en la luz de los amantes
heridos por espinas y palabras.
Una fragancia en cada boca,
el verbo ser de la belleza
y la caída de los párpados del beso.
Es comprender, entonces, que los cuerpos
escriben uno en otro su memoria,
el verso infatigable de la nada
en un rasguño de pureza.
El cielo apaga sus miserias con cuidado,
bajan al infierno los termómetros
y el tiempo toma aliento en la almohada.
Llueve un pétalo en la noche.
Es el amor,
el nombre exacto de las cosas.
Segunda a la derecha
y todo recto hasta el ayer.
Sólo así regresaremos al olvido
naranja de las llamas de cera,
al vaso opaco
en donde bebimos una vez las ansias
fantasiosas de vivir hacia delante.
Queríamos ser mayores en seguida,
llegar a un pacto con relojes sobornables,
recorrer en moto el infinito
sintiendo el viento inacabable,
la lujuria de ser jóvenes sin cascos,
sin miedo, sin crepúsculos.
Quién te ha visto
y quién me ve,
sacudiendo ahora las arrugas
en busca de una pizca de magia,
de unas alas de verdad,
las que tuvimos siempre y sólo vimos
cuando empezamos a sentir
el negro en la garganta,
esa pena escurridiza que cala
las pupilas, los muslos, la misma
taza de café donde mojamos
nuestro amor con mermelada.
Miramos hacia atrás
en busca de las huellas que dejamos
en columpios, en los parques,
en las camas que guardaron
el secreto de mi cuerpo
susurrado en tus mil cuerpos,
azul maravilloso siempre nuevo.
Segunda a la derecha
y todo recto hasta el ayer.
¿Estás lista? Piensa en algo bello.
Así volamos.
Así vivimos.
Yo también a ti.
Ya regresamos.
A mi abuelo lo mató un cáncer.
Se llevó con él
mi primigenia fantasía,
las canciones con pasteles en el campo,
las historias de la noche de Reyes.
Con ocho años cumplidos
la muerte no fue más que una palabra,
un “el abuelo ha muerto” de mi madre.
No lloré porque “el abuelo está en el cielo”
y volverá, pensaba, en unos días.
El cielo de los niños es de azúcar,
de alas de algodón, de nubes gordas.
Reparten chucherías por las calles,
el sol es de color azul,
la gente viste en manga corta
y ríe, saluda y da paseos.
Desde entonces he buscado la manera
de alcanzar ese lugar,
ese cielo que una vez estuvo arriba,
bien marcado con la cruz de los tesoros.
He caminado por la vida,
por los charcos de los álbumes de fotos
y la voz de los recuerdos,
mas sin suerte.
Con los años las palabras
se han cargado de dolor,
y la muerte, la distancia, las ausencias,
han levantado los tabiques
de esta casa sin jardín,
perdida para siempre en la nostalgia
de un abrazo,
de mis pecas,
de sus canas.