De dónde ese derecho a darme vida.
Por qué con este limo de palabras
me entregas a la vista de los otros.
Ignoro qué pecado cometí
para haber sido expulsado
del calor de tu conciencia.
De dónde ese derecho a darme vida.
Por qué con este limo de palabras
me entregas a la vista de los otros.
Ignoro qué pecado cometí
para haber sido expulsado
del calor de tu conciencia.
Cuéntame.
Háblame del viento y de la llama,
de los pájaros que huyen,
de los llorosos cristales del invierno.
Cuéntame.
Dónde has estado desde entonces,
en qué rincones escondiste las palabras,
los acentos que robamos a la noche,
cada signo de interrogación
de la mirada.
Cuéntame.
Dime en qué portales recordaste
la frágil línea curva de mi beso,
la cadera celosa,
la elegancia maltrecha
de mis huellas perdidas en tu playa.
Dame palabras, dame todas las palabras.
Quiero tu voz y la fragancia azabache
de todos los relatos de tu boca,
las idas y venidas,
los años, los lugares,
olvidos y memorias.
Y así me contarás,
te contarás,
la vida
y todo el tiempo que nos queda.
El autor yace muerto
en la escena del crimen.
El casquillo deconstruido
de una bala
junto a la pata de la mecedora.
Todavía el olor
a rizoma
en el ambiente.
Hay que precintar
el piso
con cintas posmodernas,
que no entre nadie,
que nadie toque nada,
ni las palabras ni las cosas.
No se descarta ninguna teoría
ni la hipótesis hipertextual.
Dice una vecina feminista
que tras el estruendo multimedia
vio salir corriendo
a un lector enfurecido.
“¿Por qué un lector?” – preguntó el comisario.
“Quién se mataría, si no,
y seguiría huyendo”.
Un oscuro callejón
el de los años.
Gatos ciegos, oxidadas
escaleras de incendios
por donde resbala la vida.
Contenedores humeantes
de desdicha y de secretos
de familia.
Huir a dónde, hasta dónde.
De nada sirve preguntar
el porqué de estar aquí,
de haber llegado antes de tiempo
a estos charcos de cansancio,
a bocacalles de sueños maltrechos
y ansias mendigas.
No sirve.
Porque reanudas el paso,
bien calado tu sombrero
como un buen hijo de la sombra,
con el miedo en la garganta
y la resignación en los bolsillos
sabiendo que te persigue
la última palabra.
Siempre supimos esperar
la última canción de los veranos,
aquellas en las que la madrugada
paseaba con rebeca por el tiempo
y el mar iba apagando sus fervores
en la calma azul de los septiembres.
La luz se tuesta y oscurece
cualquier rincón de la mirada,
y año tras año, frente a frente,
las manos se entrelazan al otoño
y las músicas se pierden
en el vacío de los apartamentos,
en las terrazas lloradas por la ausencia
y el temporal de la felicidad herida.
Volverán, dices, los días
sin horas a la orilla de la cama,
pero las golondrinas serán otras,
igual que agosto en tu semblante,
cuando traiga tus besos
y escape con tus besos
para siempre,
o las olas rotas de mis dedos
en tu pecho ignoto y familiar,
conocido y olvidado
para siempre.
Perderemos la inocencia,
la edad recuperada,
la tersa piel de la quietud
y el viento de poniente.
Es la última canción,
el último paseo,
la última caricia del verano.
Siempre supimos esperar.
Aprenderemos.
Los polos se derriten.
Los ríos se secan.
Las flores crecen en invierno.
Las lluvias arrasan los poblados
cuando llueve,
y cuando no,
los árboles se vuelven de cartón
y el suelo se cuartea de polvo y de miseria.
En pocos años los mares
habrán devorado las orillas.
¿Y los niños?
¿Dónde crecerán nuestros hijos?
¿Cómo?
Amarse, tal vez, ya no sea responsable.
Y el frío, sin embargo, permanece
Isabel Pérez Montalbán
Hemos cambiado de lugar,
de profesión, de pensamiento.
Hemos cambiado por dolor,
por sufrimiento y desamparo.
Las manos han perdido su rigor,
los versos ya no dicen nada serio
y el mundo es un vagón
inhóspito y extraño
de mares secos y ciudades
escondidas tras los muros.
Hemos cambiado de nombre,
de papeles y permisos.
No somos quienes fuimos
y tus ojos y los míos
aguantan como pueden
el embate del olvido
con lágrimas podridas de memoria,
hermanos, madre y padre.
Hemos cambiado y las palabras
escuecen como espinas en la lengua.
Miento si te digo que soy yo,
que eres tú con quien me acuesto.
Todo ha cambiado alrededor
y el frío, sin embargo, permanece.
Muchos son los años de viaje
y muchas las historias
que han contado sobre mí.
Me he enfrentado
a los gigantes de la guerra,
a palabras mágicas y hermosas,
a promesas de amor inolvidables,
al olvido del amor y las promesas.
He cruzado los mares y cabalgado los vientos
y he escuchado la voz de las sirenas,
la esperanza en la locura,
la esperanza en otra vida.
Quise llegar a esa otra orilla
que narran sus canciones,
repletas de esplendor y de quietud.
He llorado tormentas y he tocado
el hambre con las manos y la sed
del que sabe que el sendero de la vida
se retuerce en la escasez y el abandono.
Nunca hablaron las sirenas del infierno,
ni de culpas, ni de miedo y soledad.
Cómo imaginar que el final de mi viaje
iba a ser sólo el principio de la pena,
de esta herida supurante que no cierra
ni en los pies ni en la mirada.
Míralos aquí, después de tantos años,
mis dedos adheridos a una verja,
¡oh Ítaca perdida y tan cercana!
Cómo alcanzarte en esta hora
y pronunciar estoy a salvo.
No hay descanso, pues,
para el viajero errante.
A lo lejos lucen las hogueras,
y se oyen las risas de los niños.
Nunca esperó nadie al otro lado.
No hay lugar para la gloria en este canto,
oh Musa.
Los dioses me han abandonado.
Si los límites del mundo
son también los de mi lengua,
dime cómo destruir
las vocales de la verja.
Es casi seguro que nunca nadie
fue más separado que nosotros
Ana Ajmátova
Nadie estuvo nunca
más separado que nosotros.
Ninguna mano
ha rasgado
el vacío
sin lograr acariciar
a la otra mano
como tu mano y mi mano,
aquí y ahora,
en la mañana triste,
en esta verja fría y desalmada.
Son centímetros infinitos,
crueles, como un dios omnipresente.
Este ver y no tocar,
esta locura.